El rapto de Europa

La sentencia del pasado jueves, en la que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos avala y legitima la política española de devoluciones en caliente (push-back), marca un giro copernicano en la actitud del órgano de Estrasburgo hacia el fenómeno migratorio. Un cambio de rumbo que ha sido, ya no tolerado, sino directamente promovido e impulsado desde nuestro país en otro giro no menos radical, por quienes en la oposición promovieron un recurso de inconstitucionalidad para, una vez en el gobierno, sostener un recurso que ha sido defendido con argumentos que, en algunos aspectos, recuerdan a los empleados por el gobierno israelí ante el Tribunal de La Haya en defensa de su valla.

Varios acontecimientos venían anunciándolo: el primer tijeretazo introducido unos meses antes por el propio Tribunal en el asunto Khlaifia, el retraso de casi año y medio en la deliberación, y sobre todo, el desesperado e inusual intento del juez Pinto de Alburquerque de impedir el desenlace final mediante una opinión concurrente en un asunto precedente (M.A. contra Lituania) que en realidad lo era discrepante respecto de lo finalmente decidido en N.D. y N.T. contra España. En última instancia, por utilizar las expresiones del juez portugués, el “actual clima político adverso”, caracterizado por las presiones de “muchos gobiernos que han reforzado su aproximación punitiva hacia los inmigrantes subsaharianos”, ha dado sus frutos.

Es cierto que, a diferencia de lo que hicieron los tribunales supremos estadounidense y australiano ante problemas similares, el órgano de Estrasburgo salva dos principios fundamentales de su doctrina migratoria que habían sido cuestionados por el gobierno español. Se rechaza el limbo representado por el llamado concepto operativo de frontera, afirmándose la aplicación del Convenio (es decir, de la ley) en el espacio fronterizo; y no se acepta que el rechazo en frontera no esté afectado por los límites que derivan del Convenio para las expulsiones de extranjeros. Pero es dudoso que el precio pagado por lo que huele a componenda por salvar esos principios mediante una decisión unánime, no haya acabado sacrificando esos mismos principios.

Y ello porque el fallo se asienta sobre dos patas a cual más cuestionable: una gran mentira debidamente alimentada por el gobierno español, por una parte, y en un ejercicio supino de ecpatía, por otra. La gran falsedad consiste en mantener que existen vías legales a través de las cuales los inmigrantes o refugiados subsaharianos pueden acceder a la protección internacional: como viene denunciando entre otros nuestro defensor del pueblo, la ley de asilo de 2009 no permite solicitar el derecho de asilo en el exterior, sin que ello sea simple fruto del azar, pues todo apunta a que la voluntad de no reconocer el derecho de acceso al asilo en el exterior es la razón fundamental que explica que el mandato de desarrollo reglamentario de dicha ley siga hoy, once años después, todavía incumplido. Los Estados de tránsito (Marruecos, Argelia, Mauritania….) no cuentan con sistemas de asilo mínimamente eficaces. Y, como han denunciado, entre otros organismos, ACNUR, nuestro defensor del pueblo, o el grupo de trabajo de Naciones Unidas sobre los derechos de las personas de descendencia africana y avalan las propias estadísticas de Interior, el acceso de los inmigrantes subsaharianos a los puestos fronterizos de Ceuta y Melilla y a las Oficinas de asilo allí creadas se ve debidamente evitado por el celo coercitivo con que se aplican los efectivos de la Fuerza Auxiliar Marroquí.

Esto último enlaza con la gruesa venda que el órgano de Estrasburgo se autoimpone, en una actitud propia del mismísimo Pilatos, para no ver ni oír lo que sucede al otro lado del muro. Por más que seamos los países europeos quienes venimos promoviendo con una política de palo y zanahoria el férreo control migratorio que ejecutan nuestros vecinos, el Tribunal niega nuestra responsabilidad, es decir, que eso sea cosa nuestra, ignorando de ese modo que el principio de no devolución, pilar fundamental sobre el que se asienta el derecho de asilo en su doble vertiente de Ginebra y Estrasburgo, se basa en hacernos responsables por colocar a quien está bajo nuestra jurisdicción en manos de quienes vulneran sus derechos más fundamentales.

Como guinda, toda esa construcción se alimenta de la misma idea xenófoba del inmigrante-delincuente sobre la que se sustenta el discurso anti-inmigración de las denominadas democracias iliberales. Quienes vulneran la ley asaltando la frontera, viene a decir el Tribunal, no pueden beneficiarse del derecho a no ser expulsado colectivamente. Como si el derecho humano a buscar asilo, tal y como reconoce el propio estatuto de los refugiados de 1951, no implicara la obligación para los Estados de no sancionar la entrada ilegal de un refugiado.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, garante de lo que él mismo denomina el instrumento constitucional del orden público europeo, ha desarrollado una labor crucial en la defensa y promoción de los valores humanistas sobre los que debiera asentarse la construcción europea. Más particularmente, como reconociera en 2014 la Comisión de Derecho Internacional, su contribución en la construcción de un sistema de garantías en materia de expulsión de extranjeros ha sido decisiva. El año en que se conmemora el septuagésimo aniversario del Convenio de Roma coincide, sin embargo, con una época de auge de tendencias que recuerdan a las que tan en boga estuvieron veinte años antes de su adopción. En el momento de su elaboración, con el fenómeno colonial aún vigente, hubo quien alertó contra la configuración del Convenio como un mero instrumento de protección de los derechos humanos del hombre blanco. Lamentablemente, construcciones como la que sostienen la sentencia del Tribunal en el asunto N.D. y N.T. parecerían confirmarlo.

Angel Sánchez Legido. Colaborador del LIDIB

Catedrático de Derecho Internacional Público (UCLM) y autor de Controles migratorios y derechos humanos, Ed. Tirant lo Blanch, 2020.

Albacete, 14 de febrero de 2020